Los ojos azules

Aquí dejo una historia de esas que me dan escritas. Más o menos tal cuál me la narró su protagonista.


El crío llegó a casa hecho unos zorros. Era evidente que había estado llorando. Su madre se dió cuenta inmediatamente.

– ¡Hey!, ven aquí. ¿Qué ha pasado?, ¿no habrás hecho otra trastada?

Pero por la forma en que se acercó a su madre, esta supo que esta vez el pequeño no se había metido en ningún lío. El chico contó su versión de los hechos, la versión de un niño de apenas 7 años:

– Había un hombre, un hombre grande, muy grande. Daba mucho miedo, pero a mis hermanos mayores les daba risa. Salí corriendo, pero mis hermanos me cogieron y me hicieron mirarlo y tocarlo. No se movía y estaba frío, era como tocar una piedra.

Y entre lágrimas añadió:

– Su piel estaba muy fría y era blanca como las barras de hierro. Pero lo que más miedo daba eran sus ojos, que eran grandes y azules como el cielo.

Todo parecía indicar que el pequeño había sido víctima de una trastada de sus hermanos mayores. Ya ajustaría cuentas con ellos luego. Pero su madre ahora sentía curiosidad, ¿quién era aquel misterioso hombre?

– ¿Y dónde dices que estaba ese hombre?

El niño dió las señas correspondientes a una iglesia. La madre comprendió enseguida. Los hermanos habían llevado al benjamín de la familia a ver la nueva escultura de Jesucristo de la iglesia del barrio.

La iglesia era la Eglise Lourde de Saint Louis, en Senegal. Aquella escultura fue la primera vez que el pequeño Moussa veía a un hombre blanco.

Cara de malo

Cuando falta

Hay quién sostiene que los cuentos infantiles obedecen a una necesidad evolutiva. Concretamente, la de advertir a los jóvenes humanos de los peligros que les esperan ahí fuera. «Ten cuidado, Pulgarcito, que te pueden pisar». «Ojo en el bosque, Caperucita, que hay lobos».

Es una idea interesante, pero no sé si me convence. Es más, le veo una pega importante. En los cuentos infantiles, el mal casi siempre adopta una forma irreal, histriónica y predecible. Hay lobos que intentan derribar casas a soplidos, brujas incapaces de ocultar sus intenciones antropófagas ni tan siquiera por un instante y, bueno, ya me entienden… personajes a los que les rebosa la mala hostia por todos los poros.

Pensaba en todo esto hace poco, viendo un documental sobre la mafia neoyorquina. Como no podía ser de otro modo, estaba bien surtido con algunos de los más peligrosos criminales del mundo del hampa. Hubo algo que me llamó la atención: la mayoría de sus rostros reflejaban la más absoluta mediocridad. Aquellos mafiosos tenían más de Fredo que de Vito Corleone. En sus caras no había muecas crispadas, ni cejas puntiagudas, ni ojos fanáticos, ni horribles cicatrices. Su presencia no venía precedida por música siniestra, ni por un cambio en la voz del narrador. Aquellos asesinos tenían más cara de vecino del quinto que de malo de película de dibujos animados.

Reconozco que me llamó la atención. A mis 36 añazos. Y eso que, como cualquier hijo de vecino, me he topado con mi cuota de hijoputas. ¿Será quizás que me leyeron demasiados cuentos?

Cuando sobra

En cierta ocasión se nos acercó, a mis amigos y a mí, uno de esos tipos que parecen vivir en los bares. Era un tipo de aspecto un tanto fiero, con una chupa de cuero, una barba cerradísima y una borrachera considerable. No gozaba de buena fama. Se rumoreaba que había estado involucrado, entre otras, en una pelea de bar que se saldó con uno de los protagonistas atravesando la ventana del local.

No recuerdo cómo ni por qué, acabó enseñándonos fotos de cuando era joven. En una de ellas parecía un auténtico malo de película. La ropa, la posición, todo… parecía sacado no ya de una película, sino del póster promocional. Lo mencionamos entre risas: «tío, vaya cara de malo».

Nunca olvidaré su reacción. «¿Cara de malo?», dijo, y de pronto su rostro fiero mostró una pena infinita. «Cara de malo», repitió dos veces, como para sí. Ya no volvió a decir nada más. Estaba genuina y visiblemente triste. Recogió sus fotos y nos dejó ahí.

Pocas veces en mi vida he usado la expresión «herir los sentimientos», pero en este caso viene como un guante. Nuestra broma, contra todo pronóstico, había herido los sentimientos de aquel tipo duro.

Cosas del idioma

Descubro con cierta alarma que llevo sin escribir por aquí desde finales de 2018. La fecha no es casual, ya que coincide con el inicio de la escritura de mi tesis doctoral… un proceso que dejó mi creatividad bajo mínimos durante una buena temporada.

El caso es que esta entrada de mi querido @uhandrea me ha dado ganas de escribir. De escribir algo, aunque no sea gran cosa.

Cruzando la raya

Tendría yo unos tres o cuatro años cuando viajé con mis padres y mis tíos a Portugal. Hacía poco que había empezado a hablar con algo parecido a fluidez mi lengua materna, el castellano.

Llegados a Elvás, la tradicional parada nada más cruzar la frontera desde Badajoz, paramos a tomar algo en un bar. A mí se me antojó tomar un refresco. Mis padres me dieron una moneda y me dijeron que lo pidiera yo mismo.

Según me cuentan, pues yo no lo recuerdo, me encaramé a una banqueta y me apoyé en la barra. Pronto me di cuenta de que algo no encajaba. Miraba a los parroquianos portugueses, confuso. Algunos me hablaban, pero yo no respondía nada. ¿Qué decían?, ¿se habían vuelto todos locos?

Finalmente el camarero me preguntó, amablemente, que qué quería. Y a este sí que le tenía que responder, ¡yo quería un refresco! Al parecer, di un último vistazo alrededor, y respondí alto y claro intentando, sin más, reproducir el sonido que escuchaba a mi alrededor: bsza, bsza-bsza, bsza*.

*: probablemente intentase repetir la última palabra que me dijo el camarero, que tiene muchas papeletas de haber sido: você (tú, usted).

Cruzando el Atlántico

Cuando era niño, casi todos los dibujos animados que veía en la televisión habían sido doblados en latinoamérica. Jamás reparé en ello, hasta que ya en la adolescencia visité Cuba y Florida.

Una voz salía de la televisión encendida. Era una voz que yo asociaba con el Pájaro Loco y el Oso Yogui, y que me hizo sonreír de inmediato. Pero lo que estaba diciendo no tenía nada de gracia: era un programa de noticias hablando sobre un accidente de aviación en Perú.

Aprendí la lección. ¡Resulta que aquellos acentos no eran de cachondeo!

Cruzando el Mediterráneo

Sería hacia el año 2010. Estaba en el metro de Madrid, volviendo a casa. Era temporada de exámenes y estaba agotadísimo. De hecho, había tenido un susto de salud recientemente a causa de la falta de sueño.

Iba casi solo en el vagón. En la parada de Nuevos Ministerios, se subió un grupo muy numeroso de gente. Empezaron a hablar entre ellos lo suficientemente alto como para que pudiera escucharles con claridad… pero era incapaz de entender nada.

Por curiosidad, me quité los auriculares y puse la oreja. ¿Qué diablos pasa?, ¿por qué no entiendo nada? Me empecé a asustar. «¿Será esto un ictus?», pensé. «Hasta aquí hemos llegado…»

Por suerte, uno de ellos dijo algo que entendí: parakaló.

No era un ictus. Eran griegos.

Cruzando el Pirineo

Llevo más de cinco años viviendo en los Países Bajos. A día de hoy mi vida cotidiana se desarrolla, a partes iguales, en inglés y neerlandés, y en menor medida en castellano.

Vivir a caballo entre varias lenguas tiene algunos efectos interesantísimos (y agotadores). Efectos que, por otra parte, son el día de a día de la enorme cantidad de seres humanos cuyas vidas transcurren en entornos multilingües. Pero para mí, castellano hasta las orejas como soy, son una novedad.

Por ejemplo, aunque sé que no puede ser verdad, me escucho con una voz distinta según el idioma que esté hablando. Otra curiosidad es que ahora soy perfectamente capaz de escuchar mi propia variante dialectal del español (que, ufanos, llamamos «neutra») e incluso de identificarla en otros. De rebote, mi «oído» para captar y entender lenguas latinas que jamás he estudiado, como el catalán o el francés, ha mejorado considerablemente. De lo de mezclar idiomas en el propio pensamiento, o incluso en sueños, mejor no hablar.

Pero quizás lo más asombroso de todo es que sea posible. Con esfuerzo y desigual soltura, por supuesto, pero posible a fin de cuentas… e incluso algo menos difícil de lo que uno esperaría. Es como si nuestros cerebros estuviesen cableados especialmente para las sutilezas del lenguaje.

¿Como si lo estuviesen? A ver si va a resultar que ya lo están.

Naukas 2018

Como cada septiembre desde mi debut en 2013, me estoy preparando para viajar y dar una charla en el Naukas Bilbao. Ni las obligaciones, ni la distancia, ni siquiera la emigración me han impedido perderme uno sólo de estos festivales de la ciencia.

Iré ex profeso desde los Países Bajos… por la sencilla razón de que en estos eventos siempre me lo paso en grande. Si tú estás más cerca, ¡no te lo pierdas!

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Será en Bilbao, del 13 al 16 de Septiembre. La entrada es gratuita hasta completar el (más que razonable) aforo del Teatro Euskalduna. Pueden ver el programa aquí.

Con las tripas

Hace un tiempo llegó a mis oídos la historia de una familia gitana a la cuál le tocó la lotería. Decidieron usar su dinero para mudarse a una casa más grande, en lo que llamaríamos un barrio pijo. Hasta aquí no es más que una historia costumbrista y aburrida, nada más sucedió. Si soy capaz de recordarla años después es porque la historia, los hechos desnudos, no vinieron sólos. Mis contertulios, gente humilde, que se considera a sí misma progresista y que vivía y vive muy lejos de aquel barrio de postín, lo calificaron de desgracia.

«Imagínate que te pasa a tí. ¡Menuda putada!»

Naturalmente, en ese supuesto imaginario ninguno de nosotros es el nuevo vecino.

«Te gastas una pasta en un chalet y encima esto. Es que te acaban echando.»

Hay que aclarar que esto sucedió en los últimos años «buenos» de la burbuja inmobiliaria, cuando lo de echar a gente de su casa era algo más extraordinario que a día de hoy.

Uno de los más osados, ante la revelación de que el tamaño de la cuenta bancaria no es filtro suficiente, incluso decía:

«Debería haber leyes para evitar esto, los proprietarios están desprotegidos.»

Redescubriendo tarde y mal el concepto de apartheid.

Por supuesto, ninguno de los participantes en aquella conversación se consideraba racista, ni clasista, ni nada parecido. Todas aquellas barbaridades se sustentaban sobre una suerte de ley natural, imposible de expresar en palabras pero inviolable y evidente, como si la llevasen grabada en la memoria BIOS de las tripas:

«Pero es que hay cosas que no hace falta explicar, joder. Gitanos, tío, en un barrio como este. Si no ves venir que van a traer problemas o mientes o eres gilipollas. No es su sitio y todos lo sabéis.»

Pienso en esto a raíz del reciente escándalo por la compra de un chalet por parte de dos dirigentes de Podemos. Sin duda ha sido un movimiento torpe por su parte, y la gestión posterior no ha hecho sino empeorarlo. Si bien es cierto que no han hecho nada ilegal, han perdido la confianza de un gran número de votantes. ¿Lo han visto venir?, responder a esta pregunta sólo nos permitiría discernir entre si son egoístas o imbéciles. En ambos casos, decepcionan.

Sin embargo, creo que lo más interesante de todo ha sido la escala del escándalo. Y es que en España sobran motivos para escandalizarse, pero hay, comparativamente, pocos escándalos grandes. La sociedad española ha demostrado tener amplísimas tragaderas para la corrupción, el robo, la burla y la mentira, probablemente más que ningún otro país desarrollado. No, la magnitud del follón que se ha armado no se explica de no ser porque el asunto #ChaletGate ha tocado una fibra sensible. Y esa fibra sensible es la coherencia.

«¿Coherencia, dices?, ¿coherencia en el país de «OTAN de entrada no»?, ¿el de la derecha católica y los «volquetes de putas»?, ¿el de los discursos contra el nacionalismo bajo una bandera de 15 x 20?»

Sí. Coherencia, digo. Pero no me refiero a la coherencia que nace del sesudo análisis de tuits pasados. No la coherencia que nace de la razón, sino la otra, mucho más potente, que nace de las tripas. Las mismas tripas que nos dicen que Iglesias y Montero no pintan nada en ese barrio, que su lugar está en Vallecas o en cualquier otro sitio apropiado para los de «su clase» (barrios que identificamos también usando las tripas). Son las tripas también las que nos invitan a llamar «señor» y mirar con admiración a cualquiera con corbata, ricillo jerezano y bronceado a lo Baqueira-Beret, al mismo tiempo que nos llevamos la mano a la cartera. Sea sincero, usted también puede escuchar a sus tripas, ¿verdad?

Nuestras tripas, quizá gracias a la dieta mediterránea, son otro de los muchos prodigios de la sociedad española. Gracias a nuestras tripas hay en el mundo pocos lugares con una sociedad más ordenada, donde cada cuál conozca mejor su lugar. Podemos predecir con bastante precisión, sin necesidad de complicados algoritmos, quién puede ser rico y quién no, quién va a tener suerte en la vida, o en un juicio, y quién no, quién caerá de pie y quién no. Y todo con las tripas.

El día que empecemos a usar, además, la cabeza, vamos a ser la hostia.

Tienes lectores

¿Alguna vez has enviado un email a 20 personas a la  vez?. Estoy seguro de que lo revisaste de arriba a abajo para asegurarte de que todo era correcto. Si tuviste la mala suerte de enviarlo con alguna errata o, peor aún, algún error o impertinencia, probablemente te hayas sentido idiota durante un breve lapso de tiempo.

Pensemos ahora en tu último tuit. Imaginemos que tienes unos 1000 seguidores. Seguramente no menos de 20 lo hayan visto en riguroso directo. Otro puñado de centenares lo leerán en las próximas horas. Sin embargo, es muy probable que lo enviases sin siquiera leerlo dos veces.

¿Por qué tenemos más consideración por los lectores de un email que por los de un tuit? Son formatos diferentes, dirán ustedes. Y llevan razón: un email tiene un alcance mucho más restringido y controlado que cualquier tuit. ¿No deberíamos ser pues más cuidadosos con los tuits que con los emails?

Me atrevo a lanzar un consejo: antes de publicar nada, piensa en tus lectores (sí, tienes lectores). Basta con que recuerdes que existen, y que tú también eres uno. Algunos de ellos te leerán en sus momentos de ocio, otros quizá en un descanso del trabajo, … incluso, gracias a la maravilla de la miniaturización electrónica, puede que alguno te lea mientras está en el retrete. Entre ellos puede haber jardineros, maestros, concejales de fiestas e incluso virtuosos de la viola de gamba. No lo sabes. Tampoco sabes cómo organizan sus redes sociales… quizá tu tuit aparezca entre el de un premio Nobel y el de un humorista de Albacete, o en una lista llamada «Nepalese soccer». Es posible que tu retuit del vídeo del mono cagando se reproduzca en un ordenador del decanato de alguna universidad, que tu chiste-confesión sobre tu suegra cause carcajadas en el módulo de respeto del penal del Dueso, o que tu sesudo análisis sobre la situación política en Ucrania acabe en el smartphone de Bob Esponja de una niña de 10 años. Te diriges potencialmente a todo el mundo.

Y particularmente te diriges a mí, que soy un lector como tú. Te leeré, y no podré evitar formarme una opinión. Juzgarte, si lo prefieres. Quizá te clasifique mentalmente como uno de esos tuiteros que nunca defraudan, un «must read». Quizá mis ojos lean ciertas palabras clave casi subconscientemente y salte al siguiente tuit sin más. Quizá lea esas palabras clave tan a menudo que acabe estableciendo un filtro automatizado. Puede hasta que me toques tanto las narices que decida dejar de seguirte o incluso silenciarte. Naturalmente, tú puedes hacer lo mismo conmigo.

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Pienso en esto cada vez que abro mi Twitter, que se presta mucho a eso del retuit rápido y sucio. Últimamente, rara es la vez que no tengo la sensación de estar disparándome un cañón de mierda a la cara.

Hay cosas que prefiero no ver. Tienes todo el derecho del mundo a publicarlas, pero yo voy a intentar filtrarlas todo lo que la tecnología me permita. Como ya dije anteriormente, no me haces ningún favor sirviéndome en bandeja el último comentario racista de aquel senador republicano de Alabama o el rebuzno de ese obispo loco. Con la estupidez propia y la de mi entorno inmediato voy bien servido. Tampoco me interesa verte echar espuma por la boca contra la noticia de un periódico digital, ni ver cómo vacilas (o peor aún, rebates con seriedad) a alguien que cree que la tierra es plana, o que el director de Saneamientos San Saturio es un reptil extraterrestre. Ver estas broncas desde fuera mola mucho menos de lo que pensáis. En serio, iros a un motel.

Naturalmente, no voy a obligarte a cambiar tus hábitos. Ni puedo, ni debo, ni quiero. Pero sí puedo dar mi opinión, y aplicarla a mis propias redes sociales. Tengo algunas reglas no escritas, aunque reconozco que no siempre cumplo a rajatabla. Hoy me apetece escribirlas:

  • Tuitea/retuitea solamente:
    • Cosas que te hubiera gustado saber antes.
    • Cosas que tengan gracia.
    • Cosas que sean agradables a la vista o al oído.
  • Jamás entres en discusiones con más de dos o tres respuestas. No todo lo que parece una conversación lo es.
  • Jamás publiques hilos de más de dos o tres respuestas. Para eso están los blogs.

Ahí las dejo. Como recordatorio para mí mismo, y por si a alguien más interesasen.

Una estampa lisboeta

Abandonamos, satisfechos, un restaurante del barrio de Alfama. En la televisión se anuncia el próximo telediario, especificando la hora de emisión en ciudades de cuatro continentes: Lisboa, Río de Janeiro, Nueva York y Luanda.

Volviendo a la parte baja de la ciudad, descubrimos que en Lisboa hay un barrio chino. En él se pueden encontrar todo tipo de productos orientales, mientras los dependientes te atienden en un perfecto portugués. Continuando algo más hacia el sur se llega a una bonita plaza.

La plaza lleva el nombre de Martim Moniz, noble del siglo XII que se arrojó de forma suicida contra las puertas del castillo de Al-Ushbuna, impidiendo que estas se cerrasen y facilitando su asalto por parte de las tropas de Alfonso I. Hoy, Moniz es un héroe de la patria, y el castillo de Al-Ushbuna se conoce por el nombre, mucho más cristiano, de castillo de San Jorge.

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Bajo la atenta mirada del castillo, que preside la plaza desde la altura, una decena larga de chavales juegan al cricket, deporte muy poco ibérico. Los chavales, que seguramente sean tan portugueses como el que más, proceden de familias indias.

De pronto, se escucha más barullo del habitual. Suenan tambores, música alegre, y un centenar de personas entran bailando en la plaza. El ambiente festivo hace difícil creer que se trata de una manifestación de la comunidad guineana residente en Portugal.

Pocas estampas podrían ser más típicas que esta. La estampa de una ciudad que, tiempo atrás, aspiró a ser capital del mundo entero.

El regalo de cumpleaños

Lo que refiero a continuación es un hecho real, tal y cómo me lo refirió un primo mío, protagonista de la historia.

Para su décimo cumpleaños, pidió unas figuras de Warhammer. ¿O eran unas cartas Magic? No lo recuerdo bien, y su madre tampoco… de modo que decidió llevar al cumpleañero directamente a la tienda de juegos de rol. Así podría escoger él mismo.

En su interior, un grupo de jóvenes, pasada ya holgadamente la veintena, jugaba una partida. Un par de ellos repararon en que el niño cumpleañero estaba dando sus primeros pasos en el mundo de los juegos de rol. No pudieron callarse: presumieron de su amplia colección, se burlaron de que el chaval no conociese los arcanos del rol, como la diferencia entre un hombre lobo y un licántropo y, con condescendencia, zanjaron: «No te preocupes, chaval. Así se empieza, ¡ya verás, ya, cuando tengas nuestra edad!. Serás como nosotros».

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Dramatización

De vuelta a casa, el jovencísimo cumpleañero se encontraba taciturno. Su madre lo notó. «¿Qué pasa, hijo?, ¿no te gusta tu regalo?», dijo. «No, no, no es eso mamá», respondió este.

Tras un silencio incómodo, la madre dijo: «Venga, suéltalo, ¿qué te pasa?». La respuesta del niño fue antológica: «Es que… mamá, cuándo sea mayor… ¿de verdad voy a ser como esos gilipollas.

Parece un diálogo, pero no lo es

Eres buena gente. Unos amantísimos padres te inculcaron las virtudes del respeto y la cortesía. Aprendiste también el valor del intercambio de ideas, y sientes una nada disimulada simpatía por las posibilidades que ofrece la tecnología en este sentido. Te creíste aquello de que Internet es una ventana al mundo en la que todo son ventajas.

Posees además una herramienta magnífica: un cerebro de primate. De Homo Sapiens para más señas, el Rolls Royce de los cerebros. Una herramienta que ha sido modelada por millones de años de evolución para ser excelente en cuestiones de interacción social, y aceptable a la hora de entender el mundo que te rodea.

Y hete aquí que estás en Twitter, o en Facebook, o respondiendo a los comentarios de tu blog, cuando lees algo que llama tu atención. Un usuario, a menudo sin identificación alguna, se está dirigiendo a ti. Puede que esté haciendo una consulta, puntualizando un error, etcétera.

El mensaje es corto, algo ambiguo y parece requerir respuesta. No te cuesta imaginarlo proferido en tono imperativo, pero tampoco puedes estar seguro. Tu cerebro de primate, tan social él, quiere responder. Rápidamente te hace evocar aquella conversación satisfactoria y constructiva que tuviste con un desconocido por Twitter en 2013, y, con la esperanza de que se repita aquel milagro, respondes.

Al poco tiempo tu amigo invisible te responde. Tu respuesta no le ha satisfecho, aunque no queda muy claro por qué. Añade, además, tres preguntas nuevas, y formuladas de forma algo oscura.

A los dos minutos, sin darte tiempo a responder, llega una segunda respuesta. Aporta datos suficientes para confirmarte que tu misterioso contertulio no se ha enterado de nada. ¿Seguimos respondiendo?… a lo tonto llevamos ya quince minutos con este asunto… no sé… el caso es que, formalmente, la cosa parece un diálogo, pero… ¿lo es?

Al final respondes, y se repite el ciclo una vez más. El tono de anonimo1242 ya es indudablemente grosero, incluso parece traslucir cierto desequilibrio mental. Este pseudodiálogo, pues te resistes a considerarlo un diálogo auténtico, es, además, terriblemente aburrido. Acabas dejando de responder, y te pones a pensar en cosas más interesantes. Por ejemplo, en la triste suerte que corrió un eslógan tan bueno como: Don’t feed the troll

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Tu cerebro te ha engañado, pero no seas duro con él. Se le hace muy cuesta arriba comprender que Internet ha introducido una nueva escala en tu entorno social. Tus comentarios ya no quedan restringidos al entorno familiar, o a los amigotes en el bar. Ahora adquieren una dimensión mucho mayor, potencialmente global. Vas a ser leído por montones de personas, y esto incluye a gente de todo tipo. Y no hablo solo de personas que se dirijan a ti, sino de todo el contenido que te llega cada día. En tu bandeja de entrada, y en riguroso directo, tienes el último comentario racista de aquel senador republicano de Alabama, el rebuzno de ese obispo loco, la opinión controvertida del día del controvertido profesional de turno, etcétera. Piezas de información que, solo veinte años atrás, rara vez saltarían mucho más lejos de las páginas interiores de la prensa local. Pero ahí están, en tu bandeja de entrada, en tu timeline de Twitter, en tu muro de Facebook, … ¿no te hablan a ti?, ¿requieren respuesta también?

Probablemente en tu vida «desconectada» hables con tu vecino pero, ¿hablas con toda la gente que vive en tu bloque?, ¿en tu barrio?, ¿en tu ciudad?. ¿Por qué, entonces, concedes tu tiempo a cualquiera que te aborde en Internet?

Yo, que cada día que pasa soy a la vez más cínico y más feliz (ignoro si hay causación, pero la correlación es innegable), reivindico mi derecho a invertir mi tiempo como y con quién a mí me apetezca. Y para acabar con un cierre altisonante, nada mejor que citar a Napoleón:

«Hay ladrones a los que no se castiga pero que roban lo más preciado: el tiempo»

PS: este artículo no está motivado por ninguna conversación reciente. Hace ya unos dos años que sigo, con desigual fortuna, ciertas pautas de higiene en mis redes sociales. Me estoy planteando, incluso, usar más.

¿Para qué dices eso?

 

Como algunos lectores saben, de vez en cuando doy charlas sobre ciencia allí donde tienen la amabilidad de invitarme. Mi anfitrión más fiel es la Universidad del País Vasco, a cuyo evento Naukas Bilbao peregrino año tras año desde 2013.

Fue aquel año, precisamente, cuando uno de mis compañeros de trabajo se interesó por aquellas charlas, y las estuvo viendo en youtube. [Pueden verse aquí]

Al día siguiente vino a felicitarme. Las dos charlas que dí aquel año le habían gustado y me regaló unos comentarios bastante elogiosos… sin embargo, de pronto se le ensombreció el rostro.

– Lo único que no me gustó, es eso que dices al final.

Pensé, por un momento, que quizá había dicho algo incorrecto. Incorrecto en el sentido de erróneo, inexacto (entiéndase mi falta de perspicacia; había pasado el fin de semana rodeado de un nutrido grupo de empollones vocacionales… como yo). Ante mi visible intriga, continúo:

– Sí, eso que dices al final. Esa cosa en vasco.
– ¡Ah!, te refieres a «Eskerrik asko». Significa gracias.
– Sí… ¿para qué dices eso?

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Reconozco que en aquel momento la conversación empezó a irritarme, pero mantuve la compostura. Pensé que, quizá, mi compañero ignoraba que esas palabras, que pronuncié en castellano y euskera, las dije en San Sebastián.

– Pues porque iba como invitado de la Universidad del País Vasco.
– Pero tú no eres vasco.
– No, soy más castellano que el Cid, pero estaba en el País Vasco.
– Pues no lo veo bien.
– Tío, que significa gracias.
– En vasco.
– Sí, en vasco. Porque estaba en San Sebastián.

Y justo cuando pensaba que la conversación no podía acabar bien, mi compañero dijo una frase que pasó inmediatamente a los anales del humor:

– ¡Precisamente joder!, ¡con lo que allí se ha sufrido!

Ante semejante silogismo no pude sino recuperar el buen humor. De golpe. Tanto que no pude reprimir una carcajada tan sincera que hasta fue bien recibida por mi compañero.

Esta entrada se la debo, pues él ha sido quién ha desenterrado esta anécdota de mi memoria, a Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea). Un amigo que, entre otros méritos, seguramente esté en el top 5 de hablantes de euskera nacidos en Salamanca.