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¿Para qué dices eso?

 

Como algunos lectores saben, de vez en cuando doy charlas sobre ciencia allí donde tienen la amabilidad de invitarme. Mi anfitrión más fiel es la Universidad del País Vasco, a cuyo evento Naukas Bilbao peregrino año tras año desde 2013.

Fue aquel año, precisamente, cuando uno de mis compañeros de trabajo se interesó por aquellas charlas, y las estuvo viendo en youtube. [Pueden verse aquí]

Al día siguiente vino a felicitarme. Las dos charlas que dí aquel año le habían gustado y me regaló unos comentarios bastante elogiosos… sin embargo, de pronto se le ensombreció el rostro.

– Lo único que no me gustó, es eso que dices al final.

Pensé, por un momento, que quizá había dicho algo incorrecto. Incorrecto en el sentido de erróneo, inexacto (entiéndase mi falta de perspicacia; había pasado el fin de semana rodeado de un nutrido grupo de empollones vocacionales… como yo). Ante mi visible intriga, continúo:

– Sí, eso que dices al final. Esa cosa en vasco.
– ¡Ah!, te refieres a «Eskerrik asko». Significa gracias.
– Sí… ¿para qué dices eso?

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Reconozco que en aquel momento la conversación empezó a irritarme, pero mantuve la compostura. Pensé que, quizá, mi compañero ignoraba que esas palabras, que pronuncié en castellano y euskera, las dije en San Sebastián.

– Pues porque iba como invitado de la Universidad del País Vasco.
– Pero tú no eres vasco.
– No, soy más castellano que el Cid, pero estaba en el País Vasco.
– Pues no lo veo bien.
– Tío, que significa gracias.
– En vasco.
– Sí, en vasco. Porque estaba en San Sebastián.

Y justo cuando pensaba que la conversación no podía acabar bien, mi compañero dijo una frase que pasó inmediatamente a los anales del humor:

– ¡Precisamente joder!, ¡con lo que allí se ha sufrido!

Ante semejante silogismo no pude sino recuperar el buen humor. De golpe. Tanto que no pude reprimir una carcajada tan sincera que hasta fue bien recibida por mi compañero.

Esta entrada se la debo, pues él ha sido quién ha desenterrado esta anécdota de mi memoria, a Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea). Un amigo que, entre otros méritos, seguramente esté en el top 5 de hablantes de euskera nacidos en Salamanca.

 

Las palabras mágicas

Hace unos meses visité la isla griega de Corfú. No es que yo sea un habitual de esta clase de destinos, pero alguien tuvo la idea de celebrar allí un congreso científico internacional.

Naturalmente, aproveché para visitar el lugar. Durante una de mis excursiones a Kerkira, principal ciudad de la isla, encontré una espectacular fortaleza renacentista construída en los tiempos en los que Corfú pretenecía a la Serenísima República de Venecia. Se me ocurrió fotografiarla y… al sacar el móvil comenzó mi aventura.

Un tipo que, en un primer vistazo me pareció un borracho, empezó a gritarme «no photo, no photo!». No le hice caso. Acto seguido, entró corriendo a una garita militar, se calzó una gorra, y salió hacia mí como un miura. ¡Era un guardia de la Armada Griega! Al parecer, el edificio era todavía hoy un edificio militar y no podía ser fotografiado así como así.

La fortaleza de la discordia

La fortaleza de la discordia

Echó a correr hacia mí bramando, «No photo!, navy property!, where are you from!?». Yo veía pasar toda mi vida ante mis ojos, y solo acerté a decir: «Hispaniká!… Messi!, Barça!»

Y el absurdo sortilegio surtió efecto. Ante la invocación de Messi, auténtico Aquiles de la época moderna, se dibujó una enorme sonrisa en la cara de mi otrora enemigo. Ya más lentamente, y con los brazos abiertos como signo internacional de bienvenida, se acercó a mí, me palmeó la espalda amistosamente mientras decía: «Messi, gol»

Tras interesarse sobre mis preferencias futbolísticas y baloncestísticas, no recuerdo cómo acabé contándole que a pesar de ser español, trabajo y vivo en Holanda. Eso terminó de despertar su simpatía, casi diría su conmiseración, pues le pareció una desgracia considerable vivir en un lugar como este. Empezó hablando de la mala calidad de la comida nórdica, y acabó dedicándome un encendido y delicado discurso sobre las virtudes de la mujer mediterránea en general y la griega en particular, que ilustró elocuentemente señalando a las paisanas que por allí pasaban en aquel momento.

Incluso me preguntó si quería irme de copas con él al acabar su turno, arriesgada invitación a la que tuve que declinar por tener otros compromisos. Y todo gracias a las palabras mágicas. No las olviden, queridos lectores:

«Messi, Barça, Gol!»

El adulto

Vuelvo a las andadas tras unos meses de inactividad blogueril. He estado muy ocupado emigrando a los Países Bajos (más detalles aquí), y la periodicidad del blog se ha resentido… pero vuelvo a las andadas con un relato autobiográfico.

Era un profesor de gimnasia (perdón, de educación física) muy poco ortodoxo.

Le gustaba dárselas de severo, pero todos sabíamos que era un cacho de pan. El primer día de clase nos explicó la importancia de la teoría en la educación física, recalcando que estábamos muy equivocados si creíamos que la cosa iba solamente de correr y jugar al fútbol. Tanto era así, que amenazaba con enseñarnos contenidos teóricos, de hincar los codos. Incluso puede que hubiese un examen. Eso sí, dependiendo del número de días de lluvia, porque no pensaba impartir clases teóricas bajo un sol radiante.

Nunca le vimos correr. Pasaba la mayor parte de las clases fumando un cigarro tras otro en las gradas tras arrojarnos un balón. Quizá mi memoria de niño me falle, pero juraría que solía usar botas de piel de serpiente.

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En una ocasión, un loco que merodeaba por el barrio, generalmente inofensivo, pegó una pedrada al Javi (tras diversas provocaciones por parte de este último, todo hay que decirlo). Acudimos todos en busca del consejo del profesor, único adulto responsable disponible, llevando al Javi en volandas con la frente chorreando sangre.

– Profe, que le han abierto la cabeza de una pedrá al Javi.

El profesor nos miró de arriba a abajo. Evaluando la situación, dio una calada al cigarro. Pareció que se disponía a hablar, pero se detuvo en seco. Con gran parsimonia volvió a chupar el cigarro y sin levantarse siquiera exclamó, en tono definitivo:

– ¡Pues mal!

Y… esa fue toda su contribución.

La abducción

Dejo aquí una crónica real de un hecho inaudito que me sucedió muy recientemente, y que ha explicado mi silencio blogosférico en las últimas semanas.

Tras un viaje largo y confuso, algo aturdido y con dolor de cabeza, me vi en una habitación luminosa.

Me rodeaban unos seres muy blancos, altos y desgarbados que se comunicaban entre sí mediante un extraño lenguaje gutural.

Estos me observaban atentamente, con mirada curiosa y penetrante. La mirada inequívoca de un ser de inteligencia superior.

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Con firme amabilidad, aquellos curiosos seres me sometieron a una pequeña serie de pruebas para evaluar mis capacidades.

A la mañana siguiente, desperté en una habitación de hotel preguntándome si todo habría sido un sueño. Pero rápidamente confirmé que todo había sido real pues, ¡aquellos seres me habían enviado un email!

Me comunicaban que superé las pruebas. Fui contratado por aquella universidad holandesa.

Coñas aparte, me voy a los Países Bajos en calidad de investigador. Seguiré escribiendo desde otras latitudes.

 

Intolerancia útil

Sucedió en un pequeño pueblo de Guadalajara, enmarcado en el conocido como triángulo del frío, la Siberia española, donde como te descuides se te congela hasta el agua del wáter.

Uno de esos pueblos que, como apellido a su nombre, indican la demarcación judicial correspondiente… partido de Molina en el caso que nos ocupa.

El tabernero del lugar estaba harto de las interminables partidas de mus, que le obligaban a cerrar a las tantas. Había intentado echarles por las buenas en numerosas ocasiones, siempre sin éxito.

Recreación aproximada

Recreación aproximada

Pero si algo no falta en esas duras tierras es inventiva. Un día, el tabernero ideó una solución ingeniosa. En uno de sus viajes a la metrópoli más cercana (a la sazón, Molina de Aragón), regresó con una cinta de vídeo.

Esa noche, al sonar la 1 en el reloj del Ayuntamiento, el tabernero salió de la barra y puso la cinta en el televisor del bar. Contenía una película de porno gay bastante explícita.

– ¡Quitaeso!, ¡cagüensandiós!
– ¡Venga!, ¡pa casa!

Hubo quejas, blasfemias y réplicas, pero el truco funcionó con inusitada rapidez.

Para que luego digan, hasta de la intolerancia se pueden sacar aplicaciones prácticas.

¿Dónde?

Hace ya unos años me vi metido en un viaje organizado. De esos con guía, autobús, y comidas incluídas. Por Europa occidental, para más señas.

Es una apreciación personal, mera cuestión de gustos, pero este tipo de turismo me pareció insoportable, y dudo que vuelva a repetirlo mientras conserve el sano juicio. Sin embargo, en aquel viaje conocí a verdaderos fanáticos del turismo organizado.

Había un grupo formado por dos parejas cercanas ya a la tercera edad, que no solo estaban encantados sino que además vacilaban de su amplia experiencia en viajes organizados. Curiosamente, pese a lo magnífico del viaje, no podían dar dos pasos sin comparar todo con España, que por supuesto siempre salía ganando.

¿El palacio de Versalles?, una vulgar imitación de El Escorial. Y el Corte Inglés no tiene nada que envidiar a las galerías de «Al-Fayed», que es como los paletos llaman a Lafayette.

¿La cerveza belga?, quita, quita, dónde esté una Mahou bien tirada.

¿Los walletjes de Amsterdam?, bah, dónde esté la sordidez castiza de la calle Montera que se quiten estas moderneces.

¿El Rin?, no está mal, pero ahora que han represado el Manzanares está la mar de bonito.

Parecía como si su afán viajero obedeciese a la necesidad de confirmar, una y otra vez, que hubieran hecho mejor quedándose en casa.

El caso es que les caí en gracia, y estuvieron hablándome de su viaje del año anterior: Estambul y la Capadocia. Tuve la ocurrencia de preguntarles por Santa Sofía, y tras mirarme extrañados me dijeron que eso no estaba en Estambul.

– «¿Cómo va a estar Santa Sofía en Estambul, si Estambul es un país moro?»

Ante tal silogismo nada pude oponer, pero me pregunté: nuestros Marco Polos particulares… ¿dónde cojones estuvieron?

Cosas que se ven en el mundo real

Cosas que se ven en el mundo real

El veterano

Era un anciano un tanto excéntrico, aunque nunca, que se sepa, causó problemas a nadie. Vivía a caballo entre la pensión y el bar, y no se le conocía oficio. Nunca se casó y aquello, en aquel pequeño pueblo, era considerado una rareza más. Mozos viejos, los llaman aún.

Los niños del pueblo le adoraban. Se trataba de un amor un tanto interesado, pues la clave de todo radicaba en que el señor iba repartiendo monedas a mansalva entre los zagales. Cien pesetas por aquí, doscientas por allá, para pipas, para chuches, para todos. Como un pozo sin fondo.

Al parecer, su nivel de gastos le ocasionaba ciertas complicaciones. Sus dificultades con la economía doméstica se escenificaban elocuentemente cada fin de mes a través del proceso de «ir a cobrar a la capital». En sus labios, esta sencilla frase significaba recorrer a pie los 60 km que separan el pueblo de Guadalajara. Un taxi le traía de vuelta por la noche.

Al cabo de los años el anciano murió, y los chavales crecieron. Algunos recordaban al peculiar benefactor y, ya más maduros, se preguntaron a qué se debería su prodigalidad y su extraño estilo de vida.

La respuesta es toda una historia. El anciano, huido de España en sus años mozos por sabe Dios qué razones, acabó enrolándose con nombre falso, como es preceptivo, en la Legión Extranjera Francesa. Combatió, al menos, en la guerra de Indochina, y fue herido en Diên Biên Phu.

Con su abultada pensión, en francos, de veterano de la primera guerra de Vietnam, compraba chucherías a los niños de un helado y minúsculo pueblo de Castilla.

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Vascongadas

Todos teníamos algo de miedo de aquel profesor. Nos enseñaba lengua y literatura, ¿qué digo enseñaba?, ¡impartía!

Aquel día, de pie ante todos, sosteniendo el libro, leía para nosotros:

«Sepan ustedes que en España coexisten cuatro lenguas oficiales, siendo estas el español, el gallego, el catalán y el vascuence. El español es la lengua oficial de todos los españoles, y por lo tanto goza con toda justicia de un estátus privilegiado, siendo hablada no solamente en toda España, sino en buena parte de América. Por el contrario, las otras tres lenguas, que no son sino dialectos del español, se circunscriben únicamente a ciertas regiones, en las que se usan secundariamente junto con el español».

Nosotros tomábamos apuntes raudos y veloces, temerosos de recibir algún capón o, peor aún, una «falta de orden», temible concepto metafísico cuyo significado aún hoy se me escapa.

Hablando de cosas que se me escapan, por aquel entonces tampoco entendía porqué esa página del libro estaba irritando a nuestro profesor, que cada vez levantaba más la voz. En un principio pensé, en mi inocencia, que el gamberro de clase estaba haciendo de las suyas durante el dictado, pero no era ese el caso.

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El profesor continuó su docta perorata, cada vez más visiblemente excitado:

«A título de ejemplo, veremos cómo se dicen algunas expresiones de uso común en las cuatro lenguas. Por ejemplo, para decir muchas gracias en español decimos, obviamente, muchas gracias.»

Esto lo entendió hasta el gamberro de clase.

«En gallego diríamos Moitas grazas».

Sus ojos se posaron en el catalán, y el nivel de irritación subió sensiblemente.

«En catalán se dice Moltes gràcies. Como ven, al tratarse de dialectos son muy semejantes al español».

Y a continuación, con un mohín de hastío, pasó al vascuence o euskera:

«Y en vascuence, Eskerrik asko».

Esto ya fue demasiado para él. Sorprendido, sin duda, de haberse oído pronunciar semejantes palabras blasfemas, arrojó el libro contra la mesa mientras vociferaba: «Eskerrik asko, eskerrik asko, ¡pero qué asco!».

Sucedió en una escuela pública. Guadalajara. Circa 1998.

Su primer email

Estaba terminando 1999 cuando los cabezas de familia decidieron invertir un dinerillo en poner un ordenador e Internet en casa, con la vista puesta en el futuro educativo de sus hijos.

El hijo mayor rápidamente aprendió a moverse por la red, y pronto estaba ayudando a toda la familia a configurar sus cuentas de Outlook (pues, amigos, por aquel entonces no abundaban los servicios de correo web).

Un día, los padres pidieron al primogénito que hiciese una cuenta de correo para el benjamín de la casa, que entonces no llegaba a los 10 años de edad. El pequeño estaba muy preocupado por qué nombre poner a su dirección de email, y los padres, llenos de bondad, insistieron en que podía poner el nombre que quisiera él, apelando a su desbordante imaginación de niño como la mejor de las fuentes de inspiración.

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Al rato, ambos hermanitos salieron satisfechos de la habitación del ordenador. El pequeño ya tenía su cuenta de correo, y había enviado su primer email a, cómo no, sus amantísimos padres.

Esa tarde, recibieron un email remitido por: cabronazzo@wanadoo.es

Nota: el italianismo macarra de la doble «z» se debe a que, increíblemente, cabronazo ya estaba registrado en wanadoo en 1999.

Cabezazos y blasfemias

Los mozos del pueblo celebran las fiestas patronales entre risotadas, alaridos y grandes dosis de alcohol.

Si afinan el oído, notarán que los alaridos que escuchan no solamente están articulados, sino que siguen un hilo argumental: se trata del concurso de blasfemias que, todos los años por estas fechas, organizan en el lugar.

A continuación, rigurosamente respetuosos con la tradición, se da paso al concurso de cabezazos. La idea es simple pero genial: ganará aquel que dé el cabezazo más heterodoxo, más formidable. Los jueces valorarán especialmente la violencia, destructividad y desprecio por la integridad física del participante.

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Alguien intenta partir un palet, pero es descalificado por utilizar más de un cabezazo. Otro abolla la puerta de un frigorífico, que ha traído consigo para el evento. Pero la gloria se la lleva un tipo que lanza al aire un puñado de candados entrelazados y lo remata como si fuera una pelota de fútbol, cayendo inconsciente al instante.

Aún sangrando y aturdido, es jaleado y llevado a hombros como el nuevo campeón… hasta el año que viene.

Sucedió en la Alcarria profunda, a principios del siglo XXI.